Los bisontes ya reciben en casa
Un sorteo ha decidido
las cinco primeras personas autorizadas para acceder el conjunto
El ritual se repetirá
semanalmente hasta agosto para dilucidar el impacto humano del experimento
ELSA FERNÁNDEZ-SANTOS Santillana del Mar 27 FEB
2014 - 13:40 CET
taviados con un mono blanco más propio de una guerra
bacteriológica que de un paseo por un templo del arte rupestre, cinco
visitantes y una guía cruzaron ayer, después de doce años cerrado al público,
el umbral de la cueva de
Altamira. Con los nervios propios
de los grandes momentos, siguieron la ruta de la colina verde de Santillana del
Mar que conduce a esa cápsula perfecta del tiempo, uno de los escasos vestigios
que existen del primer contacto del hombre primitivo con su
espiritualidad, resto único de la Europa de los glaciares que sigue ahí,
intacta 18.500 años después, en la Europa mutante de la enésima crisis.
La
iniciativa, lo que sus responsables representados por el Patronato del Museo
Nacional y Centro de Investigación de Altamira, han tachado de “experimento”, tuvo
(al menos de puertas afuera) más de rifa ramplona que de mesa de laboratorio.
Un ritual más cercano a la Lotería de Navdad que al acceso, en palabras de Rafael
Alberti, al “santuario más hermoso del arte español”. Pero pese al carnaval
mediático, pese a las dos guías que cumplieron con excesiva ceremonia su papel
de Niñas de San Ildefonso, pese al bullicio que se daba de bruces con la
sacralidad que rodea a Altamira, el momento fue sobrecogedor y la fortuna de
los cinco elegidos para la gloria se vivió con merecida emoción.
A la
salida, después de escasos diez minutos en la galería pero más de hora y media
siguiendo el programa ideado para estas visitas
experimentales, todos coincidían en subrayar que lo más impactante de la cueva
original es la sensación de que los legendarios bisontes, ciervos y caballos de
la sala de polícromos no tienen nada de ancestrales, sino que parecen recién
salidos de la mano que los creó, perfectamente nítidos y frescos.
Andrea
Vicente, la más joven del grupo, empujada a primera hora de lamañana desde Santander por su madre para
tentar a la suerte, sentía que había estado cerca de algo “muy importante”. Un
sentimiento que compartió con los dos periodistas que cantaron “bingo”, el profesor de instituto jubilado que escuchó el
pálpito que le decía que era su día, y la joven malagueña que llegó con su
novio sin tener idea de lo que le esperaba. “Lo más emocionante no es la
cueva”, dijo ella, “lo que de verdad me ha impactado es la pasión de quienes la
cuidan”.
José Antonio Laheras, director del museo desde hace
dos décadas, y Gaël de Guichen, director
científico del programa de investigación de Altamira desde
hace casi dos años y antiguo director de las cuevas de Lascaux, en Francia,
dieron la cara ayer por ese equipo de creyentes. Ambos saben que el poder de la
cueva acaba imponiendo su escalofrío y por eso se paseaban tranquilos, seguros
de que todo saldría bien. De Guichen cuenta que él, “por respeto”, solo ha
entrado dos veces en la galería. “La cueva es emoción. Su impacto es
indescriptible. Yo en 18 meses de trabajo solo he accedido dos veces porque sé
que es frágil. El trabajo del conservador es preservar la materia pero también
permitir que se transmita el mensaje, compartir esa emoción. Y eso es lo que
está ocurriendo ahora. Altamira es una de las tres cuevas más importantes del
mundo, su mera existencia plantea preguntas muy importantes sobre el hombre que
no deben quedarse solo para unos pocos. Yo no entré en esta profesión para
guardar y esconder este secreto sino para transmitir y compartir su emoción y
conocimiento”.
El
alcance de esa transmisión se sabrá a finales de 2014. Entonces, medido el
impacto y la carga que puede soportar la cueva gracias a las visitas que
arrancaron ayer, se dictaminará si este monumento del arte prehistórico se
abrirá definitivamente o no al público. Hasta entonces, el ritual será más o
menos el mismo: una vez a la semana (aleatorio) todas las personas que compren
su entrada para acceder al Museo de Altamira, que abre sus
puertas de martes a domingo a las 9.30, participarán en la rueda de la fortuna
si lo desean y si tienen más de 16 años. El sorteo se celebrará pasadas las
once de la mañana. El Museo garantiza la absoluta transparencia en este juego.
Eso sí, a
partir de ahora, todo será más tranquilo. Sin la marea de cámaras y periodistas
que tomaron desde primera hora de la mañana de ayer el magnífico edificio
construido por Juan Navarro
Baldeweg e inaugurado en 2001.
Era lógico. Desde que se conoció la noticia, la centralita del centro ha estado
colapsada por las llamadas de quienes aspiran a poder contar que una vez vieron
esos bueyes rojos que descubrió en 1879 la niña María Sanz de Santauola, esas
pinturas impensables que provocaron el famoso “después de Altamira, todo es
decadente” de Pablo Picasso.
Las
medidas de protección de este milagro llevaron a su cierre definitivo en 2002
después de años (especialmente en las décadas de los cincuenta y sesenta) de
visitas sin control.
Una medida drástica defendida por la mayoría de la comunidad científica pero
cuestionada por muchos políticos. En
2010 el Ministerio de Cultura encargó
un estudio con la intención de retomar el programa de visitas. El debate se reavivó. ¿Se
puede abrir Altamira sin comprometer su interior? Es más, ¿No debería el hombre
seguir el ejemplo de la propia naturaleza, que las cerró durante siglos en un
búnker natural y así las encapsuló y salvó de la destrucción? Se sabe que
cualquier variación en el microclima de la cueva puede dañar su vida, que la
respiración humana aumenta la temperatura y la humedad y eso agrede a las
pinturas, y que crece el peligro de un brote de hongos, que las destruiría.
Pero cerrarlas a cal y canto, como permanecieron durante miles de años hasta
llegar intactas a nuestros días, no parece tampoco una solución satisfactoria.
A años luz de la Europa de los glaciares, el dilema está ahí. Sobre los hombros
de los que reconocen la erosión del tiempo pero no temen su vértigo.